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¿Por qué se suicidan los jóvenes?

La pandemia ha agravado un pesimismo existencial latente
Carles Alastuey Sagarra
Carles Alastuey Sagarra
Vicepresidente y coordinador de los grupos de apoyo
Después del Suicidio – Asociación de Supervivientes (DSAS)

A lo largo de los últimos meses hemos observado con creciente preocupación como uno de los muchos efectos indeseables de la pandemia ha sido el aumento exponencial de las problemáticas relacionadas con la salud mental de la población. Nuestra vida cotidiana ha sufrido una profunda alteración en todos sus aspectos y, sin duda, ha contribuido a empeorar un gran número de indicadores económicos, laborales, emocionales… que ya hace tiempo se encontraban desequilibrados por la crisis económica de las últimas décadas. Un elemento de gran alarma ha sido el aumento evidente de las consultas de salud mental de las y los adolescentes, pero tal vez el mayor eco mediático haya supuesto el aumento de tentativas suicidas y las manifestaciones autolíticas de todo tipo en una población cada vez más joven.

Es posible que debamos «alegrarnos» finalmente que la COVID-19 haya tenido como consecuencia inesperada poner de relieve la necesidad de que las políticas para la preservación de la salud mental y emocional de la población y la prevención del suicidio son indispensables, pero en realidad esta problemática viene aumentando desde hace décadas sin que se le haya prestado la atención necesaria. Numerosos estamentos como la Organización Mundial de la Salud, el Consejo de Europa, autoridades de diversos países o instituciones de gran prestigio como la Asociación Americana de Psiquiatría, se han pronunciado a lo largo de los últimos veinte años, llamando la atención sobre la creciente tasa de suicidios infantiles y adolescentes.

Aun sabiendo que cuando hablamos de suicidio y de conductas autolíticas graves los factores son individuales y diversos, debemos preguntarnos si nuestra sociedad hace lo suficiente para mejorar la salud emocional de su ciudadanía e, igualmente, si los procesos sociales que conlleva esta era postindustrial, de cambio climático y revolución digital no suponen elementos determinantes para comprender estas conductas emergentes.

Lo cierto es que el culto a la adolescencia y a la juventud supone una característica fundamental de la sociedad actual. Entraña cambios muy profundos en la construcción cultural de esa edad, que en la actualidad puede suponer un período extremadamente largo, prolongándose aproximadamente entre los 12 y los 35 años. De hecho, podemos hablar sin ninguna duda de una identidad adolescente como un rasgo característico de la sociedad actual.

El controvertido filósofo conservador Alain Frinkielkraut analiza certeramente esta sociedad adolescente en la que vivimos inmersos cuando reflexiona: «en nuestros días, la juventud constituye el imperativo categórico de todas las generaciones. Como una neurosis expulsa la otra, los cuarentones son unos teenagers prolongados; en lo que se refiere a los ancianos, no son honrados por su sabiduría (como en las sociedades tradicionales), su seriedad (como en las sociedades burguesas) o su fragilidad (como en las sociedades civilizadas), sino única y exclusivamente si han sabido permanecer juveniles de espíritu y de cuerpo. En una palabra, ya no son los adolescentes los que, para escapar del mundo, se refugian en su identidad colectiva; el mundo es el que corre alocadamente tras la adolescencia» (Finkielkraut,1990).

La adolescencia en el centro de la cultura consumista y de masas

Si Piaget se refería a la tarea fundamental de la adolescencia como la de lograr la inserción en el mundo de los adultos, en la actualidad parecería que esta ya no es un objetivo claro. La adolescencia no parece una etapa de tránsito hacia la edad adulta. El valor de la adolescencia está tan en alza que quienes lo representan se han convertido en un colectivo de referencia. Ya no lo es el del adulto y, por tanto, los adolescentes ya no tienen claro que sea ese su destino. (Piaget e Inhelder, 1985)

Pero ante este fenómeno evidente, se impone en paralelo la imagen estereotipada de la adolescencia como «problema», como «crisis». Tal y como señala con acierto la estudiosa de la adolescencia Nancy Lesko, la visión actual se asienta en un constructo edificado sobre la imagen biologicista (Hall, 1904) del cambio hormonal y del «descontrol emocional» (Lesko, 2012). Aun cuando más adelante Stone y Church (1959), Bandura (1964) o Craig (1997), entre otros, hayan trabajado con un gran número de adolescentes y apuntado que una buena parte de los aspectos conflictivos de los adolescentes se hallen más en las propias expectativas de los adultos de lo que pensamos, y que una buena parte de la supuesta conflictividad pueda deberse más a las influencias sociales y medioambientales de un contexto cultural específico, que a la propia etapa adolescente.

La imposición de la visión sobre el adolescente se fundamenta en la necesidad de incorporar a una población «díscola» a la sociedad industrial y capitalista en expansión de comienzos del siglo XX, que se ajuste a una determinada visión del adulto como el arquetipo de persona racional, autónoma, determinada. «La adolescencia se volvió una forma de hablar sobre el futuro de la nación y de desarrollar ciudadanos modernos que fueran racionales y autodisciplinados» (Talburt y Lesko, 2012), actualmente, esta misma sociedad «bloquea» esa inserción en el mundo adulto y prolonga el periodo de la adolescencia cada vez más.

Unas largas, casi interminables vacaciones dónde la juventud vive libre de las responsabilidades adultas, de trabajar, crear una familia, ser autónomos económicamente, pero pueden acceder cada vez más precozmente a las «bondades» del sistema: el ocio, la libertad sexual, el consumo de toda clase de productos materiales…

Sin embargo, este supuesto «mundo feliz», es como en la novela homónima, una distopía que impide que su vida se desarrolle con normalidad. Están atrapados en una etapa de relaciones digitales, de consumo y de ocio, pero no pueden visibilizar cómo se incorporarán al mundo adulto.

La percepción de la dificultad de planificar el futuro, que popularizó el fenómeno punk en los años 70 del siglo pasado con su icónico «No future», nunca había resultado más actual que a día de hoy.  Un pesimismo existencial que aflora con mayor gravedad tras la pandemia, cuando miles de adolescentes perciben con claridad que sus estudios han quedado afectados, sus relaciones, la economía familiar, la salud de sus progenitores...

La suma de situaciones estresantes con respecto a la dificultosa definición de su identidad, y la exposición permanente a la que se ven sometidos los adolescentes en su vida paralela digital, son fenómenos emergentes que todavía no comprendemos en su totalidad, pero pueden ayudarnos a intuir hasta qué punto están afectando a su salud emocional.

Adolescencia proviene del latín adolescens que significa crecer y no «que adolece» o «que sufre» como algunos textos se obstinan en destacar. Para la psicoanalista Françoise Dolto esta etapa de crecimiento es prácticamente un segundo nacimiento donde las personas se desprenden poco a poco de la protección familiar. Son como langostas sin caparazón que se enfrentan al mundo con toda su fragilidad. Esta personalidad en construcción, hoy en día debe desarrollarse inmersa en una sociedad que ha convertido la adolescencia en el centro de la cultura consumista y de masas, reduciendo el concepto de relación humana al intercambio compulsivo de imágenes digitales que resumen nuestra personalidad. Una sociedad acelerada, con una competitividad patológica que estrecha paulatinamente la posibilidad de progreso para las clases menos favorecidas.

Según el filósofo Hartmut Rosa, autor del ensayo «Aceleración: una crítica social del tiempo» (2005), la lógica de una sociedad cada vez más «acelerada» podría explicar el «incremento claro de enfermedades como el burnout, pero también de depresión, de todo tipo de desórdenes depresivos y de ansiedad. Y también se ve cómo entre gente cada vez más joven, en institutos o universidades, entre los adolescentes también de los lugares más prósperos, han crecido las tasas de depresión e incluso de pensamientos suicidas, y también de hecho, crecen los suicidios...»

Y esto parece ser así porqué «la gente está frustrada. No obtenemos de la vida aquello que se nos prometió y creo que esto no es algo que se explique sólo por las privaciones económicas».

La sociedad de consumo nos ha convertido en adictos, pero «lo más interesante sobre cómo funciona el capitalismo es que, aunque estemos defraudados con los objetos, no dejamos de comprar, porque si estuviéramos satisfechos con lo comprado, no compraríamos más. Así que nos defraudan los objetos, pero no el plan general, así que vamos a por el siguiente objeto», reflexiona el filósofo.

Contrariamente al estereotipo imperante, ser adolescente, ser joven, no resulta nada fácil en la actualidad. Sometidos a las evidencias del cambio climático, acumulando crisis económicas, hallándose más preparados que nunca, la visión de una vida futura mejor resulta un sueño aparentemente inalcanzable para muchos de nuestros adolescentes. La alineación, la frustración son el caldo de cultivo de una buena parte de las conductas que observamos con preocupación. Es vital que seamos valientes y sinceros en el análisis de estos fenómenos para que las soluciones que apliquemos vayan en la dirección correcta.

Este contenido no sustituye la labor de los equipos profesionales de la salud. Si piensas que necesitas ayuda, consulta con tu profesional de referencia.
Publicación: 8 de Septiembre de 2021
Última modificación: 8 de Septiembre de 2021

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También puedes comunicarte con los servicios de emergencia locales de tu zona de residencia.

Carles Alastuey Sagarra

Carles Alastuey Sagarra

Vicepresidente y coordinador de los grupos de apoyo
Después del Suicidio – Asociación de Supervivientes (DSAS)
Bibliografía
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